Gabriel García Márquez llegó a Italia el 31 de julio de 1955 como corresponsal del Espectador. Para entonces, el escritor colombiano estaba cubriendo los problemas de salud del Papa Pío XII y a su vez, la XVI Muestra de Arte Cinematográfico de Venecia. Sin embargo, la capital y una oferta académica de cine lo «atraparon» por mucho más tiempo.
Gabriel García Márquez en Roma
El impacto del colombiano crecería a pasos agigantados, mientras tanto resumiremos algunos de sus pensamientos publicados en el Centro Gabriel García Márquez sobre la hermosa ciudad: “Roma es la única ciudad que siempre me imaginé tal como fue cuando la conocí” afirmaría el escritor colombiano veintisiete años más tarde, “tal vez la única de la que puedo decir que la recordaba sin conocerla”.
Al borde la Muerte en Roma
Fui yo quien estuvo a punto de morir el mismo día de mi llegada a Roma, un alucinante domingo de julio en que había, como siempre, una huelga de todo, e Italia parecía, como siempre, al borde del desastre. «Esto es igual que Aracataca», me dije, abrumado por el calor y el polvo, mientras recorría la estación solitaria buscando en vano un alma caritativa que me ayudara a cargar las maletas. De pronto, un esquirol de los que nunca faltan, aun en las mejores familias, no sólo me ayudó a cargarlas por cincuenta liras de aquellos tiempos, sino que se ofreció para conseguirme un hotel en la cercana Vía Nazionale.
Coliseo
Era un edificio muy viejo y reconstruido con materiales varios, en cada uno de cuyos pisos había un hotel diferente. Sus ventanas estaban tan cerca de las ruinas del Coliseo, que no sólo se veían los miles y miles de gatos adormilados por el calor en las graderías, sino que se percibía su olor intenso de orines fermentados. Mi buen acompañante, que se ganaba una comisión por llevar clientes a los hoteles, me recomendó el del tercer piso, porque era el único que tenía las tres comidas incluidas en el precio.
Además…
Además, la recepcionista era una mujer gorda y floral, con una cálida voz de soprano, y parecía muy sensible a la idea de que un caribe de veintitrés años hubiera atravesado el océano para conocerla. Eran las cinco de la tarde, y en el vestíbulo había diecisiete ingleses sentados, todos hombres y todos con pantalones cortos, y todos cabeceando de sueño.
Al primer golpe
Al primer golpe de vista me parecieron iguales, como si fuera uno solo dieciséis veces repetido en una galería de espejos; pero lo que más me llamó la atención fueron sus rodillas óseas y rosadas. Siempre había querido mucho a los ingleses, hasta este año funesto de las Malvinas, en que una imbecilidad de su Gobierno me los sacó del corazón sin remedio.
¡Esa noche!
Sin embargo, no sé qué rara facultad oculta del Caribe me sopló al oído que aquella sucesión de rodillas rosadas era un mensaje aciago. Entonces le dije a mi acompañante que me llevara a otro hotel donde no hubiera tantos ingleses sentados en el vestíbulo, y él me llevó sin preguntarme nada al del piso siguiente. Esa noche, los diecisiete ingleses y todos los huéspedes del hotel del tercer piso se envenenaron con la cena.